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O de los amigos, los boleros y la ausencia

NOSTALGIA DE LA HABANA

Por: Ronaldo Menéndez | Etiqueta Negra

No sé lo que es necesitar una ciudad como se precisa de una amante que ya no nos pertenece. Dejé La Habana en el año 1997 y nunca quise regresar a sus arboledas que parecen brócolis, ni a sus tranquilas avenidas de coches cincuentenarios, ni a su malecón que es un largo fleco de la alegría que pervive en la miseria. Lima fue mi nostalgia y mi presente, porque La Habana amante había dejado de contarme las mil y una noches desde hacía muchos años.

«No hay otros paraísos que los paraísos perdidos», dijo Borges queriendo hablar de la nostalgia. Pero cuando la nostalgia nace de una ciudad que ya no está bajo nuestros pies, y luego se enquista y uno quiere permanecer con el recuerdo en aquel sitio, se aprende que no hay otros infiernos que los paraísos perdidos.

Yo tenía veintisiete años cuando salí de Cuba, pero desde los dieciocho mi Habana empezó a irse, a trocarse en una telaraña de nuevas relaciones que se parecían a una trampa. Porque hay ciudades que no están hechas de las cosas: edificios, coches, parques; sino de las relaciones entre las cosas y su gente. Los coches viejos se perdían por falta de combustible; el camino hasta la casa del amigo donde el ron permitía hablar siempre de lo mismo con encanto, se fue cubriendo con la hierba del tedio porque ya no había ron; la gente dejó de reírse en el estupor de la crisis que arrasaba la ciudad. Y muchos pasamos del asombro a la nostalgia sin haber salido de La Habana.

Mi nostalgia habanera no fue por mi fuga, sino por su ausencia. Fue una nostalgia presente y cotidiana como la que llega cuando el amor se acaba, pero necesitamos seguir queriendo a quien todavía comparte nuestra cama. En la Habana ya no había más de lo mismo. Y ésta es una de las formas más duras de la nostalgia, porque las ruinas del paraíso perdido se convierten, con los trabajos y los días, en los cimientos del infierno presente. Esta ausencia de lo que ha sido suele ser el germen del emigrante: no es la luz lo que me atrae (Lima no la tenía), sino la sombra lo que me empuja.

Pero ya se sabe que el recuerdo no es un registro fijo, sino una interpretación del pasado fabricada con la cambiante sustancia del presente. Y ahora La Habana ha dejado de ser su aire de luz, sus jardines de príncipes enanos, su malecón y sus coches. Va quedando una ciudad caliente que uno carga a todas partes como un secreto compartido. Porque mi Habana es el secreto que callo y comparto con los tres amigos que allí pasean su desesperanza. Cuando visito la ciudad como un turista y regreso a la noche del malecón, cantamos los mismos boleros desde hace veinte años. El ron nos hace gárgaras porque mientras bebemos reímos con los chistes de siempre. Y las mujeres que me quisieron y dejaron colgado en una esquina adolescente, de pronto me siguen queriendo con una sonrisa detenida en el espacio limpio.

Entonces todo es menos difícil, porque se comprende que una ciudad son las preguntas que uno le hace, y las respuestas que puede devolvernos. Yo le pregunto a La Habana por mi Habana, y ella me responde que me fije bien, que cuando algo se va, algo se queda. Y cuando me fijo bien, observo, por sólo poner un caso, que los tres amigos que allí me quedan ostentan sus respectivos apodos que vienen de vivencias muy antiguas. Sólo nosotros sabemos por qué nos llamamos sustituyendo el nombre con apelativos semejantes: el Archiduque de Alzheimer, el Camarada Singuchevitch, y el Mango. ¿Cómo no sentir un no sé qué de amor por una ciudad que esconde la lógica de estos nombres, si estos nombres son mis amigos?

En al año 2004 decidí dejar Lima y venirme a Madrid, cargando una nueva renuncia. Pero antes quise pisar La Habana por unos pocos días. Esa primera noche, en el muro del malecón y cantando con mis tres amigos los boleros de siempre, hubo corte eléctrico. Salí caminando a oscuras con el Archiduque a mi izquierda, di tres pasos, me caí en un hueco de tres metros abierto en la acera, me fracturé las dos piernas y se me hizo añicos la rótula de la rodilla izquierda. Entonces, en lugar de unos pocos días, estuve tres meses en cama, en el candente mes de agosto, con apagones constantes y dos ciclones. Y sin embargo yo estaba feliz porque podía pasar más tiempo con mis padres y con mis amigos: no hay otros infiernos que los paraísos perdidos.

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