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La orden vino de Palacio El CRIMEN DE LA CANTUTA

Por: Efraín Rúa

 El 16 de julio de 1992, a las 9 y 15 de la noche, un grupo de desconocidos dejó dos camionetas en la calle dos de Tarata, que detonaron dejando un reguero de muerte y destrucción. El corazón de Miraflores se convirtió en el blanco del Comité Metropolitano de Sendero Luminoso, que hizo estallar 750 kilos de explosivos, dejando un saldo trágico de 22 muertos y 200 heridos.

Esa fecha se cumplía 100 días del autogolpe de Estado promovido por Alberto Fujimori, quien había justificado la acción como «una decisión inapelable para terminar con el terrorismo». El dictador, la clase política y el grueso del pueblo peruano estaban conmocionados. Los ataques del terrorismo mantenían jaqueadas a las fuerzas de seguridad. Un día después del atentado, Fujimori, Montesinos y Hermoza, organizaron un cónclave para analizar los hechos. Allí recibieron un informe de inteligencia que responsabilizaba del atentado a un grupo de estudiantes de La Cantuta.

La misma noche del atentado, el profesor Hugo Muñoz y varios estudiantes ingresaron a la universidad en la camioneta del primero, al pasar la revisión de rigor, los soldados les preguntaron por la tolva estaba manchada en sangre. El profesor alegó que era de las aves sacrificadas para una reunión que habían organizado para el día siguiente.

El "teniente Medina", el hombre de inteligencia de la universidad, no creyó en la versión y denunció el hecho a sus superiores. Les dijo que ellos eran los autores del atentado de Tarata. Horas después, "Medina" ordenó a los estudiantes que acabaran con la reunión celebratoria. Pero como no le hicieron caso, estalló: "¡Ya se jodieron, senderistas de mierda, terroristas de mierda!". La estudiante Bertila Lozano sostuvo un áspero diálogo con él. 

Pero ya en esas horas, el régimen había tomado una decisión. En el cuartel Barbones, sede de la Dirección de Fuerzas Especiales, había un movimiento inesperado. El general Pérez Documet había sido informado por el general Hermoza, que esa noche se iba a realizar un operativo en la universidad de La Cantuta. Y había enviado al mayor Santiago Martin Rivas para solicitar el apoyo del teniente Aquilino Portella, que conocía bien a los estudiantes.

En tanto, en la Villa Militar, 22 miembros del Grupo Colina se concentraron en la casa del agente Nelson Carvajal, para recoger el armamento, las palas, los picos y la cal, que habrían de utilizar horas después. El agente Jesús Sosa les informó que iban a ir a La Cantuta para «sacarles la mierda» a los que habían consumado el atentado de la calle Tarata.

El secuestro

Ajenos a la amenaza, los estudiantes se fueron a dormir y fueron despertados bruscamente cerca de la medianoche. Golpes persistentes despertaron a los residentes del pabellón de varones. Flores Chipana, Mariños, Ortiz, Amaro, Rosales, Teodoro y Meza, dormían junto a sus compañeros cuando una voz gritó: "¡Levántense carajo, todos al suelo!", al tiempo que los encañonaban y los golpeaban.

Los residentes preguntaron el por qué de la intervención, pero los acallaron de inmediato, los sacaron al jardín a golpes de culata, patadas, jaladas de pelos. Todos en paños menores, sin zapatos, los obligaron a permanecer arrodillados, con las manos en la nuca. De inmediato se inició la selección, uno de los extraños alumbraba la cara de los jóvenes con una linterna, mientras otro levantaba las caras. Les pedían que dieran sus nombres y la facultad en la que estudiaban. Cerca de ellos, otro enmascarado se encargaba de señalar a los que se llevarían detenidos.

El profesor Muñoz acababa de acostarse en su casa ubicada en la residencia de profesores, cuando golpes en la puerta lo sacaron de la cama. Al abrir la puerta, un grupo de encapuchados lo amordazó y le tapó la cara con un trapo negro. No le dieron tiempo para ponerse la camisa ni los zapatos. Eran altos, fornidos, calzaban borceguíes, pantalones oscuros, chompa negra Jorge Chávez y pasamontañas.

El profesor Octavio Mejía y su esposa Luz María Sepúlveda vieron como se llevaban a Muñoz amordazado, con un trapo negro en la cabeza, sin zapatos, con el torso desnudo. Veían que trataba de hablar, que movía la cabeza inútilmente tratando de hacer oír sus demandas. Los tres sujetos que lo llevaban, portaban armas cortas con silenciador.

La figura del profesor Muñoz se perdió en la garita de control, el mismo lugar por el que Alberto Fujimori había intentado ingresar a La Cantuta vanamente hacía más de un año, el lugar por el que había salido repudiado por un grupo de estudiantes al que motejó de senderista.

En el internado de mujeres se repitió la operación. Los encapuchados irrumpieron en el alojamiento de las internas. Bertila Lozano fue reconocida de inmediato. Ella respondió a las agresiones lanzando insultos contra los militares. En medio de golpes y empujones fue bajada al primer piso junto con Dora Oyague y Norma Espinoza. La última fue liberada luego que uno de los jefes del operativo observara que no estaba en la lista de los que "subversivos".

Los secuestradores y sus víctimas cruzaron el puente de caracol que atraviesa la zona de El Pedregal, en medio de las brumas de la noche. Muñoz y los nueve estudiantes escucharon el rumor del río Rímac, tirados en el piso y cubiertos con mantas.

Los secuestradores estaban furiosos, les propinaron golpes violentos a los detenidos. Dos muchachas se quejaron en vano. Los extraños querían averiguar los nombres de los ejecutores de los últimos atentados ocurridos en la ciudad. .  ... El furor de los agresores sólo se contuvo cuando los vehículos se estacionaron en el kilómetro 1.5 de la autopista Ramiro Prialé, a la entrada a un descampado, al que se ingresaba por un cerro cortado en dos, denominado "la boca del diablo".

«¡Se van, he dicho que se van!», estalló Martin Rivas. Su orden sonó terminante; algunos de sus compañeros lo miraron extrañados, uno de ellos intentó protestar: «¿Qué vas a hacer?, no hay orden de matarlos, estamos yendo al Servicio de Inteligencia del Ejército!». Al escuchar sus palabras, los secuestrados que apenas podían sostenerse en pie, escucharon con pavor sus palabras.  

El hombre estaba totalmente alterado, a gritos dio órdenes para que los detenidos aceleraran la marcha. Acusó de subversivos al profesor y a los estudiantes. Comprendiendo que su suerte estaba echada, los secuestrados se estremecieron.

Con las manos amarradas a las espaldas, los detenidos fueron empujados hacia la pendiente del cerro, cerca de una acequia. Con los cuerpos amoratados por los golpes, se resignaron a ver cómo sus captores preparaban su sepultura. De pronto Martin Rivas gritó: «¡Arrodíllense todos! ». Sujetos armados se colocaron detrás de ellos. La orden final la dio el jefe del grupo armado. Los cuerpos se estremecieron con el impacto, mientras la luz relampagueante de las pistolas iluminaba la noche y el sonido sordo de las balas precedía al silencio.

En medio de la tierra arenosa quedaron regados los cuerpos del profesor Hugo Muñoz y de los estudiantes Armando Amaro Cóndor, Enrique Ortiz, Dora Oyague, Bertila Lozano, Juan Mariños, Robert Teodoro, Felipe Flores Chipana, Marcelino Rosales y Heráclides Pablo Meza.

Las fosas

A casi un año de los hechos, el gobierno estaba convencido de que el caso quedaría en el olvido. Pese a las denuncias del general Rodolfo Robles, expulsado del Ejército, y a las amenazas del general Nicolás de Bari Hermoza, comandante general del Ejército, contra los parlamentarios que investigaban la desaparición. Era tal la soberbia del régimen que Fujimori declaró que el general Hermoza estaba derrotando a la subversión, y le ratificó su respaldo.

Pero de pronto la investigación de los periodistas de la revista Sí comenzó a dar sus frutos. Un día, llegó a la redacción un mapa que revelaba el lugar donde se encontraban los restos de los desaparecidos. El director de la revista, Ricardo Uceda, decidió verificar el lugar. A las 6 de la mañana del 8 de julio, Uceda, Edmundo Cruz y José Arrieta llegaron al kilómetro 14 de la carretera a Cieneguilla, se internaron por el lado izquierdo de la quebrada Chavilca, donde se encontraban los botaderos de basura.

A los pocos momentos los periodistas encontraron tierra removida y casquillos de bala de 9 mm. A las 7 de la mañana vieron aparecer los primeros indicios. Descubrieron un primer hueso quemado. A lo largo del día, se encontraron cuatro fosas, en la primera se hallaron restos óseos calcinados. Uno de los presentes descubrió retazos de un pantalón.  

En la segunda fosa no se halló nada. En la tercera, apareció un juego de llaves con una cadena de plata, restos de un maxilar superior y cinco dientes. Eran de dos varones y una mujer. Gisella Ortiz tuvo un pálpito al ver las llaves, creyó reconocer las de Juan Mariños, el dirigente de electromecánica. Raida Cóndor también quiso reconocerlas, pero el apuro de la fiscal Cecilia Magallanes se lo impidió. Raida pensaba que podían ser las de su hijo Armando.

El general Hermoza no quiso hablar de las fosas, pese a las preguntas de los periodistas que lo acompañaban en una gira de trabajo por el Alto Huallaga. En Huánuco, el presidente Fujimori también mantuvo silencio. Pero ambos supieron que la verdad salía a flote. Meses después, las llaves abrieron los casilleros de los estudiantes en la universidad. Y nuevos restos se encontrarían en Huachipa.

El camino quedó abierto para encontrar a los autores materiales e intelectuales del crimen de La Cantuta.

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