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Mártires de la Universidad de Centro América (UCA) El Salvador


Mártires de la Universidad de Centro América (UCA)  El Salvador
16 de noviembre de 1989
Ocho personas que fueron asesinadas el 16 de noviembre de 1989, en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), ubicada en la ciudad de San Salvador (El Salvador), por un pelotón del batallón Atlacatl de la Fuerza Armada de El Salvador bajo las órdenes del coronel René Emilio Ponce.
Para los militares salvadoreños, los padres jesuitas eran sospechosos de sostener la Teología de la Liberación, por lo que se suponía que serían aliados de la guerrilla izquierdista del FMLN, y por lo tanto, subversivos ellos mismos. La masacre causó una ola de indignación en todo el mundo, y aumentó las presiones de la comunidad internacional para que el gobierno y la guerrilla iniciaran un diálogo para poner fin a la Guerra Civil de El Salvador. El 16 de noviembre de 2009, el Gobierno salvadoreño presidido por Carlos Mauricio Funes Cartagena condecoró de manera póstuma a los seis sacerdotes con la Orden José Matías Delgado, recibida por familiares y amigos de los religiosos


Ignacio Ellacuría S. J.,
Español, Rector de la universidad
Ignacio Martín-Baró S. J.,
Español, Vicerrector Académico
Segundo Montes S. J.,
Español, director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA
Juan Ramón Moreno S. J.,
Español, director de la Biblioteca de teología
Amando López S. J.,
Español, profesor de filosofía
Joaquín López y López S. J.,
Salvadoreño, fundador de la universidad y estrecho colaborador
Elba Ramos,
Salvadoreña, empleada doméstica
Celina Ramos,
Salvadoreña, empleada doméstica.

A 23 años de su martirio

De la hostia, la sangre y la arboleda.

I

La grama tiene sangre en la pupila
y grumos de sustancia el muro inerte.
Linfa dolida repta entre las hojas...
¡Y una gran pesadumbre en la arboleda!
Quebrado el cuerpo, y más ausente el alma,
rotos los verbos por injusto fuego.
Tiñe la muerte con su caldo el suelo...
¡Y una gran pesadumbre en la arboleda!


II

Ya no puedo atajar este silencio.
Se me escapa la voz del mudo duelo,
pues si el temblor no vino ante el despojo
y hasta mudos mis ojos parecieron,
es porque, a veces, el dolor nos vuelve
como estatuas de mármol, o de yeso:
cierra el párpado el dique de pesares,
el labio sella su palabra agreste,
sonámbula frialdad apresa el cuerpo
y el alma vaga sobre extraña fiebre.
No quiere maldecir. No es la blasfemia
el clamor de los labios taciturnos.
Ni los señalamientos. Ni los retos.
Ni las reivindicadas consecuencias...
Es otra cosa... ¡Dios!... es otra cosa...
... ¡mi pozo de dolor se enraíza adentro!...
¡Es la noche del débil peregrino
al extraviar la luz de su sendero!


III

Usted, mi don Ignacio, era otro padre:
padre de quien no tiene más que sueños,
padre de quien no habla porque el miedo
le cercena la voz, le mata el gesto.
Usted, mi don Ignacio, era otro padre:
padre de estos eriales y senderos
donde, escasa la luz y corto el verbo,
el mal se ensaña entre los más pequeños.
A usted, mi padre Ignacio, no lo oyeron.
A usted nos lo mataron... así... en seco...
y hoy nos queda esta sangre barboteante...
¡y una gran pesadumbre en la arboleda!
Usted dejó su España, don Ignacio,
y optó por el dolor de esta otra tierra.
Y aquí, mi gran rector, en este insomne
país de las insidias y violencias,
país de las conjuras y denuestos,
- ¡¡país simiesco de alarido y miedo!!
usted su verbo iluminado
y en sangre dio su aurora más cimera.
Usted vino con Rahner y Zubiri
acobijados en morral de sueños.
Y buscó interpretar las realidades,
e imponer la razón como criterio
para encarnar de Dios su mandamiento
de empezar en la historia el alto Reino.
Usted, mi don Ignacio - el Unamuno
de esta su Salamanca que acompaña
la pasión y la sed salvadoreñas -
se internó en la verdad más dolorosa,
descendió a sus raíces más primeras,
y luego la entregó como maestro,
o la vertió en palabras de profeta.
Usted hubo de habérselas, maestro,
con la ciega corriente de los odios
donde luchan los hombres por poderes
colocados en márgenes opuestos.
Y allí quiso mediar. Y confundieron:
vieron la espina en el lugar del beso.
Y en vez de aprovechar su augusta estirpe
para ordenar "la patria mal vivida"
- Como dice otro grande entre poetas -
trajeron a la muerte por consorte,
cegaron con el odio su ojo ciego,
y en la noche de sombras y alaridos
fundieron la esperanza en el silencio.


IV

Usted reposa ahora, don Ignacio,
con Amando, el arcángel consejero;
con la "fe y alegría" de aquel Lolo;
con Segundo, el de barbas de dios Zeus.
Con Pardito, silente y laborioso
que alcanzó a Dios en su correr eterno;
y con Nacho, consciencia inquisitiva
que ha de encuestar los ángeles del cielo.
Allí descansan de este rudo tiempo
de congoja, dolor, llanto y miseria,
y desde el gran martirio atribulado
defienden a la vida en esta tierra.
Elba y Celina, lirios de este pueblo,
reposan más allá de su silencio:
ellas volvieron a su lar amable
a dormir en la tierra primigenia.
Yo voy a recordarlo, don Ignacio,
con su paso sereno en la arboleda,
con la hidalguía del perfil altivo
con que viste el Creador al intelecto.
Con sus manos ungidas en aceite
votivo de las hostias y las letras.
Con sus ojos certeros y aguileños,
con la razón de escudo sobre el pecho
y el inflamado acento sobre el verbo.
Así habrá de vivir, mi padre Ignacio,
alumbrando las voces y el silencio,
iluminando inviernos y veranos
de esta casa que es suya, de este tiempo
cuando el fragor oscuro de la sangre
la paz responda con celestes ecos.


V

¿Qué más puedo decirle, don Ignacio?
¿Qué la luz de la tarde besa el muro
con el perdón del beso comprensivo?
¿Qué furor por furor no es justa vía
para aplacar daimones y delirios,
y que debe brillar, sereno y limpio,
el justo sol, en su alma tan querido?
Los brazos de la cruz, en el ocaso,
extienden ambiciosos sus dominios
con el perdón por lanza y por espinas...
... Debo irme pastor... padre... maestro...
para seguir andando los caminos
que llevan al amor y a su ancho alero.
Adiós... y gracias... por palabra y vida...
Gracias... por el martirio sacrosanto...
Quede con Dios. El lava sus heridas.
¡Adiós, mi gran rector, mi don Ignacio!

Autor: Francisco Andrés Escobar.

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