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09-Historias

HAITÍ EN EL EPICENTRO

Por: Hugo Gutiérrez Vega | La Jornada

El libertador Dessalines diseñó una bandera. En ella aparecen el rojo y el azul de Francia, pero el primero de los libertadores de nuestra América suprimió el color blanco. En el azul latía la raza negra y los mestizos caminaban los senderos rojos. Desde la sombra de la selva, ahora desierto, se movían sin movimiento los extintos arawak, los primeros en sufrir los latigazos mortales de eso que los eurocentristas llaman colonización.

La corona francesa colocó sus cuidadas posaderas en el palacio de gobierno y empezaron a llegar los siguientes explotados, los negros de las planicies africanas, sus reyes convertidos en esclavos, sus ritos ancestrales, sus raíces comestibles, su constante sudor, su manera de enfrentar a la muerte sin estridencias, como a un conocido que camina con pavorosa naturalidad nuestro propio camino. Los tambores tocaron sin descanso en la noche donde crece el vudú y Toussaint Louverture liberó a los esclavos en 1794.

Por fin ya eran libres, pero tantos años de sufrimiento y de desprecio no los dejaron serlo en su sentido más pleno. Louverture instaló su dictadura y, al poco tiempo, Jean Jacques Dessalines no resistió la europea tentación de nombrarse emperador. Luis Palés Matos pinta con colores intensos y sarcásticos a la corte del rey Cristophe y crea con el nombre de Duque de la Mermelada al personaje que parodió la pompa y circunstancia de la superchería monárquica. Petion representó los anhelos de libertad de los mestizos y Soulouque insistió en la farsa imperial.

Y, por supuesto, no podía faltar la presencia de Estados Unidos, el imperio del destino manifiesto. Sus tropas “protegieron” a los haitianos de ellos mismos por más de veinte años. Carpentier, En el reino de este mundo y El siglo de las luces, expresó las angustias, la riqueza de los ritmos para la vida y para el arte, el dolor cotidiano y la permanente ansia de libertad siempre frustrada. Un inglés genial, compasivo y a veces despectivo, Graham Greene, habló de las comedias trágicas, mientras que Depestre, el poeta más entrañable de la isla, defendió la forma haitiana de intentar ver al mundo y de encontrarse con su imagen siempre deformada, siempre retorcida, atormentada por los dueños de la tierra y por la tierra misma que nunca dejó de ser enemiga y ahora lo destroza todo con la crueldad sin fisuras de un ensayo de lo que será el fin del mundo.

Atrás quedaron Papa Doc y el lloriqueante bebé gordinflón, que con la violencia ciega de los Tonton Macoutes, completó el círculo sangriento abierto por el doctor vuduísta.

Pensemos en Haití, sintamos cómo se abren las tierra áridas y cómo ruge la terrible madre naturaleza tan dada a convertirse en madrastra. La sangrienta historia del país desapareció con los niños golpeados, mutilados, hambrientos, sedientos de todo. Esto es lo que no se puede admitir: que los niños sufran hasta un extremo que destroza los umbrales humanos. No se sabe lo que vendrá más tarde. No se sabe, querido René Depestre, si la esperanza se abrirá de nuevo en el país natal; si, como decía Eliot, brotarán de la tierra muerta las puntuales lilas de una primavera que, por ahora, se niega a sí misma.

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